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lunes, 16 de agosto de 2010

La masturbación y yo

Chicos y chicas de todas las edades se masturban con frecuencia en todo el mundo. La masturbación es algo saludable, divertido y, sobre todo, que nos concede largas sesiones de placer.

Hay muchas y muy diferentes formas de masturbarse, todas ellas con un objetivo maravilloso: disfrutar de un orgasmo solitario pero de la mayor intensidad posible. Gracias a la masturbación aprendemos a disfrutar de nuestro cuerpo, a conocernos a nosotros mismos y a hacernos como personas. Y nos entretiene: ¿qué hay mejor cuando no tenemos nada que hacer que pasar un buen rato tocándonos e imaginando cosas bonitas?

Hablar de algo tan íntimo y tan maravilloso como la masturbación puede acarrear, no lo dudo, controversia. En primer lugar, incomprensión. Todo el mundo presume siempre del tamaño de sus atributos sexuales, de sus buenas dotas amatorias, de lo satisfechas que dejan a sus parejas... Hablan y presumen, en definitiva, de su "buen follar". Yo no voy a hablar de eso.

He follado, follo y follaré. Es un placer mágico. Pero ahora eso no me interesa. Voy a hablar de algo mucho más íntimo y personal. Algo de lo que apenas hay bibliografía y de lo que apenas se pueden encontrar referencias en vídeo o Internet. Voy a hablar de la masturbación. De mi masturbación.

Me he masturbado, me masturbo y me masturbaré. De eso no me cabe duda. Y lo he hecho desde hace más de 13 años. Es decir, más de la mitad de mi vida. La he vivido y la he disfrutado como no he disfrutado nada más. Y, en muchos momentos de mi vida (lejanos, eso sí), he vivido por y para ella.

Por ser el tema que es, puedo dar cierta impresión ególatra. O puedo aparentar un gran orgullo narcisista. Nada más lejos de la realidad. Fomento la masturbación de mi actual pareja, hablamos de ello con cierta asiduidad, e incluso la incito a mejorar sus juegos comprándole de cuando en cuando aparatos que solo ella puede utilizar. Tal vez suene grandilocuente, pero mis deseos son, ante todo, humanistas. En todos sus aspectos.

No quiero, en definitiva, aparentar lo que no soy, sino más bien mostrar lo más profundo de lo que soy. Y soy, en mi más profundo ser, nada más y nada menos, igual que todo el mundo.

El sexo está en nuestro subconsciente desde niños. Lo que cambia cuando crecemos son dos cosas: somos conscientes de él y nos obsesionamos con ello. Recuerdo haber visto de niño gente desnuda. También recuerdo haber visto a gente besándose. ¿Quién no ha visto a sus padres besándose? No me atraían. En la naturaleza de las personas está la desnudez. Está el amor y están los besos.

De niño mientras me bañaba, recuerdo ponerme unos vasos como si fueran tetas de mujer. ¿Iniciación de juego sexual? También recuerdo desnudarme entero cuando estaba en la cama, y sentir por unos minutos el intenso placer de las sábanas sobre mi piel. Son recuerdos muy lejanos, era muy niño, pero precedentes de muchas cosas que más adelante trabajaría más a fondo.

Con diez u once años nuestro cuerpo y nuestra mirada empiezan a ensuciarse. El cambio fisiológico ya casi está llegando y las hormonas empiezan a preparar nuestro cuerpo para su fin fundamental: la reproducción.

Muy inocentemente, me empezó a interesar el cuerpo femenino. Conocía muy bien cómo era mi pene, pero ¿cómo era su vagina? Aún con esa edad todos nos hacemos una idea de cómo es. Como ya he dicho, todos hemos visto cuerpos desnudos desde la infancia. Pero mi idea era demasiado superficial. Ese interés se fue incrementando con el tiempo hasta convertirse en toda una obsesión. Aún hoy, sigue siendo un gran misterio. Un misterio fenomenal.

A esa edad empecé a sentir las primeras erecciones. Era sorprendente, mi repentina curiosidad por la vagina de la mujer, unida a ese placer que sentía cuando estaba desnudo en la ducha o en la cama, ahora tenía un efecto físico visible. Incluso, aprendí a provocarme esa erección.

Estamos retrotrayéndonos a una época de pura y simple inocencia e ignorancia. Y una época en la que aprendes cosas a una velocidad tan acelerada, que sin apenas darte cuenta, de repente, te estás masturbando compulsivamente como si lo hubieras hecho toda tu vida.

Soy un autodidacta de la masturbación. Me forjé en soledad. Sin nadie que me diera indicaciones.

En el principio de los tiempos mi padre me explicó una cosa sorprendente, que no es otra que el proceso que siguen los humanos para procrear. "El pene se introduce en la vagina, y se siente un intenso placer". Curioso. Siempre había pensado que los espermatozoides accedían al cuerpo de la mujer a través de los besos. Va en serio.

¿Qué placer sería ese? Sabía perfectamente qué significaba esa palabra. Placer. Bonita palabra. Pero lo cierto es que nunca había sentido nada con lo que pudiera expresarla. Al menos, no de una manera tan amplia como para poder utilizarla. Mi mente de niño que deja la pubertad para incorporarse a la adolescencia empezó a darle vueltas a aquella palabra. Placer. Yo quería placer.

Uno de mis primeros juegos sexuales consistió en introducir papel higiénico en el interior de los slips hasta crearme un enorme paquete y un enorme trasero. Después de ducharme, me paseaba así por toda mi casa. Con los pantalones puestos para disimularlo, eso sí. Una de aquellas veces, sentí "algo". Salí corriendo para el baño. Me quité todo el papel. Había sentido "algo". No. No fue mi primer orgasmo. Eso vendría después. Fue, simple y llanamente, un prematuro indicio de placer sexual.

Pero el gran momento llegó una feliz noche de un 2 de enero de hace nada más y nada menos que 13 años. Es curioso que sea la única fecha que recuerdo con toda seguridad.

El cine. Nada sería de nuestras vidas sin el cine. La más bella de las artes.

Gracias a una película sentí mi primer orgasmo. primer orgasmo que, por cierto, no vino acompañado de eyaculación. ¿No es fantástico?

Contextualizaré un poco la situación. Mi cuerpo estaba a punto de entrar en los 12 años de vida y, como ya habreis podido comprobar, las hormonas empezaban a mostrar indicios de su existencia. Me encontraba, en definitiva, justo en ese pequeño impasse en que pasamos de la infancia a la adolescencia.

En la noche de un dos de enero, el pistoletazo de salida aún no se había producido, pero quedaba poco, muy poco ya. La munición estaba cargada y el revolver empuñado. Ya solo quedaba disparar. O mejor dicho, solo quedaba saber para qué servía la pistola. Digamos que, ese día dos de enero, descubrí que existía un libro de instrucciones.

Tras la típica cena familiar, y justo antes de irnos a la cama, emitían por televisión una película (comedia, para más señas) que resultaría crucial. El argumento era el siguiente: chica es hipnotizada por chico, por algún motivo en particular. Por esta razón, ella hace todo lo que él le dice.

Pensando en aquella película, por la noche, en la cama, mi imaginación voló y voló. Poder hipnotizar a una chica habría un infinito mundo de posibilidades. Posibilidades que provocaron que mi pene sintiera de nuevo esa erección que me acompañaba en los últimos tiempos.

Apreté mi cuerpo y, junto a él, mi pene erecto contra el colchón. Sentía algo agradable al hacerlo, así que seguí apretando un rato. Solo apretar, sin movimiento de cadera ni de ningún otro tipo. Como si mi cuerpo tuviera un peso muerto encima. No sé si me explico... Apreté y apreté hasta que... Violà!

Mi pene erecto de repente cobró vida: sus músculos ahora se contraían solos, sin que yo hiciera nada. Era increíble, me estaba pasando algo que nunca antes me había pasado y que estaba, por supuesto, muy lejos de mi imaginación.

Tal vez porque mi cuerpo también estaba aprendiendo cosas nuevas, aquel primer orgasmo no tuvo eyaculación. Es un recuerdo estupendo, porque poder masturbarse sin expulsar semen hubiera abierto multitud de nuevas puertas al placer. Siempre he pensado que los hombres somos esclavos de la eyaculación, en tanto es algo que hay que tener en cuenta desde el inicio mismo de los juegos. Sin duda, condicionan enormemente nuestro sexo. Hablaré de ello más adelante.

Le di muchas vueltas a aquello. Era todo un descubrimiento, algo que mi cuerpo podía hacer y que, hasta entonces, nunca había hecho. Tenía, en definitiva, los primeros datos, la primera pista que haría que los acontecimientos se desecadenaran a una velocidad endiablada.

Todo tiene un principio y un final. Esta es una historia sin otro final que el presente; pero con unos inicios claros, que voy a relatar a continuación. Mi primera masturbación.

Todo ocurrió unas semanas después de aquel 2 de enero.

Contexto de la situación. Desnudo en el baño. Recurrente, ¿verdad? Sentado en la taza del water, posiblemente entretenido leyendo algún libro. Y, más que probablemente, pensando en algo en particular. Entonces advertí que, una vez más, mi pene estaba erecto.

La diferencia y su consecuente sorpresa no fue otra que, aunque nunca antes se me había ocurrido hacerlo, noté que al jugar con él sentía unas agradables cosquillas. Y claro, cuando alguien siente algo agradable sigue con ello. Instintivamente, fui haciéndolo cada vez más rápido y más fuerte, ya que cuánto más rápido y más fuerte lo hacía más cosquillas me hacía. ¿Cómo terminaría aquello?

Es dificil explicar aquella sensación, pero juro que tenía la sensación de que aquel creciente placer crecería y crecería sin fin. Mi cuerpo pedía con todas sus fuerzas alcanzar esa sensación máxima de placer que nunca había sentido pero que habría de dar un giro a mi vida. Y así fue. Me corrí.

He de reconocer que no me esperaba aquella reacción de mi cuerpo. Ni forzando al máximo mi imaginación podría entonces haber imaginado que tanto gusto terminaría en algo tan rápido (siempre me han decepcionado los orgasmos) y húmedo como es la eyaculación. Tanto, que tuve que dar un giro de última hora para no soltar semen por todo el cuarto de baño. ¿Era orina? No. No lo era.

No se nace sabiendo masturbarse. Tampoco suele haber nadie que te enseñe. La autosatisfacción es autodidacta casi por definición. Nos iniciamos en la sexualidad de un modo físico mucho antes de que nuestra mente esté preparada, por eso los inicios son siempre rudimentarios. Dicen que entre los 13 y los 18 años conformamos nuestra personalidad. Sin duda eso va parejo a nuestro masturbar. Al cumplir 18 años no somos ya casi nada de lo que éramos a los 13, a nivel masturbatorio tampoco. Eso sí, en algo coincidimos en ambas edades (o al menos ese era mi caso), ocupamos un alto porcentaje de nuestro tiempo en buscar más y más placer de nosotros mismos.

No recuerdo mi segunda, tercera o cuarta masturbación. Como digo, todo se aceleró demasiado. Pero si recuerdo las técnicas primitivas (y muy rudimentarias) que utilizaba para darme placer.

Se resumen en tres, que tuvieron lugar en dos lugares determinados:

1. Cuarto de baño. Allí empezó todo y allí continuó largos años. Es un sitio que cumple varias características necesarias. En primer lugar, es un sitio tremendamente íntimo. A esa edad hace ya años que acostumbras a ducharte solo, sin que nadie te moleste. Cuando vives con tus padres, es casi el único sitio en el que tienes libertad para hacer lo que quieras durante las 24 horas del día.

En segundo lugar, es un lugar higiénico. Esto es especialmente importante en el caso de los chicos, pues nuestro orgasmo viene acompañado de una eyaculación cuyos frutos tienen que desaparecer para no dejar pistas.

Y en tercer lugar, es un sitio en el que acostumbramos a estar desnudos, libremente. Cuando uno acaba de descubrir la masturbación, no se suele desperdiciar ni un segundo desnudo.

2. Habitación. El segundo sitio que más intimidad proporciona en casa de tus padres no es otro que tu propia habitación, especialmente cuando uno duerme solo. De día puertas y ventanas solían estar abiertas, por lo que mayormente utilizaba mi cuarto solo en sesiones nocturnas. El papel higiénico era, en estos casos, fundamental, aunque inicialmente brillaba por su ausencia.

Uno de los más importantes protagonistas del acto masturbatorio es la imaginación. Puede parecer complicado imaginar un acto sexual si nunca has tenido ocasión de ver uno, pero lo cierto es que nuestros instintos nos bastan para disfrutar del sexo con nosotros mismos. Eso sí, primero hay que aprender.

Sujetar correctamente el pene requiere de toda una técnica. Empuñarlo simplemente podría ser una opción, pero un análisis concienzudo te demuestra que es completamente ineficiente. La parte que más placer produce se encuentra en la parte inferior del glande, punto justo en el que colocar el dedo índice. Para que os hagais una idea, el pene se sujeta como un lápiz, abarcando con el resto de los dedos lo que queda de miembro. La mayor fuerza se hace con el índice, aunque en general solo se aprieta lo justo, con toda la delicadeza posible. El movimiento de vaivén consecuente se hace al ritmo que pide el cuerpo en cada momento, normalmente rápido y con paradas en los momentos clave. El objetivo es intensificar la necesidad a la vez que incrementas la duración del acto. Pero la intensidad no solo se controla con la mano. Las contracciones y dilataciones de los músculos cercanos, pelvis, piernas, controlan e intensifican también el placer sexual.

Se puede hacer sentado, tumbado o de pié, o si es posible de las tres maneras, un poco de cada una.

El lugar más habitual de los actos de este tipo es el cuarto de baño. Bien en la ducha o bien sentado en la taza, lo único necesario, además de la excitación, es tener un buen sitio en el que lanzar el semen en el momento del orgasmo.

Sentado en la taza, con una revista o algo de literatura, antes o después sientes la erección y la consiguiente necesidad de iniciar el jugueteo con tu pene. Cualquier ayuda, por mínima que sea, es válida. La foto de una chica (vestida o desnuda) en cualquier revista o periódico. Un párrafo más o menos erótico en alguna novela de literatura juvenil. O el simple recuerdo de la chica que te gusta enseñandote el secreto de la vida. También puedes cronometrar el acto, de manera que, por ejemplo, a cada minuto de vaivén siga otro minuto de descanso. Es durísimo no correrse durante el vaivén, al tiempo que es durísimo aguantar ese mismo tiempo sin hacerlo.

La eyaculación se ha de tener dentro de la taza, introduciendo en la misma el pene justo en el momento de la eyaculación. Si el orgasmo no vino en la taza, sino en la ducha, el lugar es más indiferente siempre que quede bien limpio. El semen es espeso y cuesta un poco quitar la mancha, lo cual siempre es importante cuando vives en casa de tus padres.

La ducha también aporta un amplio abanico de posibilidades masturbatorias. El calor y la humedad por todo tu cuerpo pueden ser muy satisfactorias, y el grifo aporta mucho juego. Es importante procurar no enfocar el chorro directamente sobre el glande, no solo porque el chorro puede ser demasiado fuerte, sino más bien porque hacerlo prolongadamente deja a posteriori una pequeña molestia. El mejor consejo para esto es hacerlo a una distancia mayor, dejando el grifo como si fuera una ducha en lugar de sujetarlo con las manos. También se puede hacer algo de filtro con las manos, de manera que no dé directamente.

En la ducha, ayudas externas como revistas, etc. no son demasiado útiles y puede llegar a ser un engorro. En general, la ducha da tantas posibilidades que ni siquiera se hacen necesarias.

No obstante, los hombres practicamos la masturbación visual. Esto es, la imaginación no nos sirve, sino que necesitamos de estímulos externos. Es entonces cuando entramos en el maravilloso círculo vicioso mundo del porno.

Durante mis primeros meses me masturbé profusamente. En ese tiempo, me imaginé a mí mismo realizando el acto sexual. Pero, a veces, la imaginación no es suficiente. Especialmente cuando lo haces por puro instinto como era el caso. La curiosidad que sentía por conocer las verdaderas características del sexo era brutal. Y lo que a mí me causaba verdadera curiosidad es, ha sido y será las características del cuerpo de la mujer, especialmente de aquellas partes que siempre están escondidas.

¿A qué me refiero?

No me lo creo. ¿Aún no lo has pillado?

Me refiero (a quién si no) a la vagina (coño, conejo) femenina.

No olvidaré nunca lo sensacional que fue ver uno en vivo por primera vez. Sentir por primera vez su humedad es algo que te queda grabado a fuego. Penetrarlo por primera vez se te graba en el corazón. Pero eso es otro tema, y aún quedaban muchos años para eso.

En el verano de mis 14 años compré mi primer Playboy. Como dije, hay días en los que estás tan salido que eres capaz de casi cualquier cosa, y en aquel momento necesitaba saciar mi curiosidad más que nunca. Durante varios días, sondeé la ciudad en bicicleta a la búsqueada del quiosco adecuado. El lugar tenía que cumplir una serie de características: barrio en el que no conociera a nadie, que no estuviera en un sitio muy visible ni fuera frecuentado por mucha gente, y sobre todo que tuviera pinta de ponerme pegas cuando se lo pidiera.

El día que me decidí, estaba a la par nervioso y excitado. Es más, estaba muy nervioso y muy excitado. Compré la revista con temblores en las manos, la escondí debajo de mi camiseta y me fui para leerla a un lugar en la que parecía que no había nadie.

El problema de la revista no era tanto meterla en casa como saber dónde guardarla, para lo que opté por una lúcida idea: no esconderla en mi casa. Cerca de mi barrio, por un camino a las afueras, había una montañita de escombros que parecía abandonaba. Era necesario ir en bici, pero no tardaba más de cinco minutos en llegar. Cada vez que tenía oportunidad, me iba hasta allí, cogía la revista, la llevaba hasta casa y en el cuarto de baño o mientras me duchaba me pajeaba indiscriminadamente.

Ya había visto algunas revistas porno en casa de un amigo. Y fue, sencillamente, como ver la luz por primera vez. Una imagen oscura y sucia que nos esconden desde la infancia pero que nos vuelve locos los instintos.

"A esta se la acaban de follar" dijo uno de los dos chavales que ojeaban aquella revista, refiriéndose a una de las chicas. "Todavía tiene el coño abierto". Estuve allí unos minutos y ni siquiera toqué las revistas (era la primera que veía algo así, la vergüenza aún me dominaba) pero el momento no se le olvidará en la vida.

El caso es que pensé que la revista Playboy sería similar a éstas. Pero Playboy no es porno, es una revista erótica, así que no tenía lo que necesitaba. Sólo en una pequeña foto de una de sus páginas se vislumbraba, muy difuminadamente, la rajita. Cuando me deshice de la revista (una semana después, aproximadamente) esa foto fue lo único que conservé. Estuvo algunos meses en mi cartera, y la tiré cuando tuve sospechas de que mi madre había estando curioseando en ella. Aún así, me fue bastante útil durante mucho tiempo...

Como bien sabéis, me encanta el cine. Pero este hobby lo desarrollé en realidad muchos años después, en mi época universitaria. Hasta entonces apenas paraba delante del televisor para ver una película. Y, si iba al cine, era para ver las típicas películas de adolescentes que poco o nada tienen de interesantes.

Es curioso, creo que la edad de mi despertar sexual fue también el que inauguró mi conocimiento del mundo del porno. Siempre he pensado qué piensa un niño que ve porno sin entender qué es el sexo.

Todo empezó un día de mi primer verano "pajillero". Aburrido en uno de esos largos días estivales, fui a casa de un amigo con la esperanza de jugar un rato con su Nintendo. O eso creo. El caso es que, cuando entré, no estaba solo sino con dos amigos más. Suyos, no míos. Me miraron en completo silencio. "¿Qué pasa aquí?", pensé para mis adentros.

Tardé poco en saberlo. Tras la falsa alarma, reiniciaron el vídeo y vi lo que hacían. Mi primera secuencia porno. Era la típica película, entre cutre y más cutre. Pero me sorprendió. Y mucho. No me imaginaba el sexo así. Tal vez... Sí, mi primer recuerdo sobre el porno se puede resumir en una palabra: repulsión. No puedo dar más explicaciones al respecto.

El porno se disfruta en soledad. Ver una película en la compañía clandestina de unos amigos provoca una enorme y difícilmente disimulable erección, pero no da más juego que ese. Al menos a mí no me lo dio.

Hoy día acceder al porno es tremendamente sencillo. Pero a mediados de los 90 había que esforzarse bastante más, con el hándicap añadido de que era menor de edad y vivía en casa de mis padres.

Poco a poco empecé a ingeniármelas para ver películas en la clandestinidad. Empecé por llevarme un pequeño televisor a mi cuarto y a encender la tele cuando todo el mundo dormía. Escaso éxito. Otra posibilidad era ver la película del Canal Plus. Soy uno de esos doscientos mil españoles que, según los datos de audiencia, veían el porno sin estar abonados. Pocos años después, un canal local empezó a emitir sexo explícito los sábados por la noche. Fue todo un descubrimiento. Y me consta que casi todos los de mi edad lo veíamos.

La mente sucia genera más ideas que la mente limpia, no tengo duda. Otra forma de ver porno sin que mis padres se enteraran me costó un dinero de mis ahorros, pero fue una idea bastante ingeniosa (y cara). La PSP de la época era la Game Gear. Dicha consola tenía un pequeño adaptador que servía para sintonizar la televisión. ¿Qué mejor sitio para poner la tele por la noche sin que nadie se percate de ello? Creo que el visionado de porno fue el único uso que le di al aparato (además de los videojuegos claro).

Con 17 años recién cumplidos fui al videoclub para alquilar, por primera vez, algo que no era un videojuego. Mis sensaciones del momento, muy similares a cuando compré el Playboy. Bicicleta, estudio sistemático del lugar y nervios, muchos nervios. El título de la película escogida: "Bella, rubia y muy viciosa". Cuando fui a pagar, la dependienta me preguntó si tenía 18 años. No sabía que pudiera mentir de una manera tan convicente. Fue un día extraordinario, no se puede nadie imaginar la locura de sexo intenso y continuado que me pegué durante todo el día. Uno de los días solo en casa más aprovechados de mi vida.

Devolví la película aquella misma noche. Suerte que no me encontré con ningún amigo en el camino

Hoy día existe todo un arsenal de juguetes sexuales. Yo mismo he comprado varios. Aparatos de todo tipo con un único objetivo: hacernos disfrutar.

Si hacemos un pequeño esfuerzo, podemos enumerar varios tipos de juguetes. Vibradores, consoladores, bolas chinas... También los hay masculinos; pero solo los femeninos me han causado, de siempre, verdadera curiosidad. Desarrollaré este tema más adelante.

Todo lo que sea capaz de dar placer debe ser motivo de investigación. Experimentar diferentes técnicas es divertido; pero si éstas se acompañan de nuevas e intensas sensaciones, el disfrute es indescriptible.

Nuestras casas están llenas de objetos que nos pueden hacer gozar intensamente. Solo hay que saber buscarlos. Quiero dedicar este post a mi mejor invento. Un juguete casero fabricado a base de papel higiénico que siempre me acompañó los grandes días de sexo solitario.

La masturbación masculina está esclavizada por la eyaculación. El orgasmo, que debería de ser el momento de mayor intensidad, se convierte muchas veces en un engorro. Correrse significa buscar un sitio en el que eyacular, y no siempre se eyacula en el momento (ni en el lugar) más adecuado.

La idea consistía en fabricar algo que me permitiera tener un orgasmo en cualquier sitio, sin tener que salir corriendo en el último momento hacia el baño, o sin tener que ir a todas partes con el papel higiénico en la mano. La operación es sencilla.

Los ingredientes son: pene en erección, rollo de papel higiénico y gel de manos. Se toma el rollo de papel higiénico y se procede a envolver el pene en erección como si de un regalo se tratara. Son necesarias varias capas, de manera que el volumen final sea, al menos el doble de grueso que el pene al natural. Medio rollo de papel higiénico, aproximadamente.

La base es más sencilla, con dar vueltas con el rollo basta. La punta es más complicada y requiere de cierta práctica: no debe haber fugas. El resultado final debe ser un buen molde. Compacto y no demasiado ajustado.

Por muy suave que sea, el papel resulta molesto al rozar contra el prepucio. Para amortiguar este efecto, es necesario rociar de gel el interior del invento. La función del gel es la misma que la del líquido lubricante de una vagina. Y también lo son las sensaciones de introducir el pene en ese molde perfecto y lubricado.

El placer que este juguete me proporcionó fue tan extraordinario que se hizo habitual en mis juegos de soledad. Eso sí, solo la empleaba en ocasiones especiales. Y cuando hablo de ocasiones especiales me refiero a mis maratones masturbatorias, es decir, aquellas que protagonizaba cuando disponía de la casa entera para mí.

Elaborar mi "masturbator" (así lo llamaba) requería no solo de habilidad, sino de también de una situación especial. Es decir, tenía que estar especialmente cachondo. Solo así tenía la polla lo suficientemente dura para disfrutar de verdad con ella.

Las ventajas del "masturbator" son varias, pero yo las resumiré en tres. En primer lugar, te libras de las manos en tus juegos sexuales. En segundo lugar, permite el orgasmo libre, es decir, cuándo y dónde quieras. Y en tercer lugar y, tal vez, más importante, aporta una sensación muy similar al acto sexual real. Es decir, si, utilizando el masturbator, te frotas con una almohada, sentirás como si verdaderamente te estuvieras follando a la almohada. Obviamente, eso solo lo pude confirmar unos años más tarde

Durante muchos años, mi hobbies fueron dos: los videojuegos y la masturbación. Mi entrada en la Universidad supuso la desaparición de uno de los dos y el clímax del otro.

Creo que llega un momento en que las necesidades vitales cambian. Sin duda, la Universidad fue mi punto de inflexión hacia una nueva vida.

En primer lugar, alejarme de casa trajo consigo un desinterés casi total por las consolas, que vino acompañado de un interés cada vez mayor por el mundo del cine. Las causas y los motivos tal vez sean ambientales: me rodeé de gente muy aficionada al mismo. A ellos les debo, tal vez, esa pasión por el séptimo arte.

Pero ese año vino acompañado de un cambio decisivo en mi vida, no solo causado por el cambio de nivel de estudios (con todo lo que eso conlleva) sino también por el hecho, novedoso, genial, de empezar a ser independiente. Ese curso cambió radicalmente mi forma de enfrentarme a la vida.

Mi sueño durante años fue llegar a gozar de libertad total para masturbarme cuándo y cómo más me apeteciera. Mi plan para ello se gestó casi inconscientemente y se confirmó con sorprendente exactitud, superando todas las expectativas.

Salir de casa por primera vez suponía dos cosas: buscar un piso compartido con gente que no conocía o entrar en una residencia universitaria. Tardé muy poco en desestimar la primera opción, al menos durante el primer año. Necesitaba vivir en un lugar que me proporcionara intimidad total y la residencia de estudiantes era ideal para ello. Allí dispondría, por un lado, de una habitación individual con cuarto de baño propio; y, por otro, de un comedor común en el que pasaría horas y horas rodeado de buena gente. Ideal.

Ese año tuve la ocasión de vivir uno de los mejores años de mi vida. Y, si a mi vida onanista se refiere, sin duda fue un año de clímax.

Mis prácticas allí empezaron desde el primer día. No sé ni por dónde empezar. Os cuento.

Mi cuartito lo conformaban: una cama, una mesa, una silla, un armario empotrado y un pequeño aseo con ducha. Un aparato de aire acondicionado y un radiador dotaban el habitáculo de buena temperatura todo el año.

Las paredes eran bastante finas, por lo que, en general, se podía escuchar con bastante claridad todo que hacían y decían en los cuartos vecinos. No tardé mucho en descubrirlo. Sin ir más lejos, la primera noche. Toda una sorpresa.

Aquel día, me acosté pronto en la cama. Aún no conocía a nadie, era ya de noche y el día siguiente tenía que madrugar. Serían, aproximadamente, las 12 y media cuando alguien entró en la habitación de al lado. Escuché perfectamente el golpe de puerta y los movimientos por el cuarto. Cinco minutos después se encendía el grifo de la ducha. ¡Era increíble! ¡Se escuchaba tan próximo que parecía que el sonido venía de mi propio baño!

Un abrumador sentimiento de vergüenza me invadió de repente. Si yo escuchaba lo que allí ocurría, quien estuviera en la habitación de al lado no tardaría en escucharme a mí. Sin ir más lejos, en mi puntual visita de todas las mañanas.

Estaba enfrascado en mis pensamientos cuando, de repente, un nuevo ruido procedente de la ducha puso mi corazón a mi mil y alzó mi polla como un cañón. No. No podía ser. ¡Un gemido! ¿Seguro? Sigiloso, me incorporé a la vez que centraba mis cinco sentidos uno solo: el oído. Un segundo, dos segundos... ¡Y otro gemido! Éste mucho más placentero y prolongado que el anterior. ¡Mi vecina, que aún desconocía mi presencia, se estaba masturbando! No tengo palabras para decir lo que sentí en ese momento. Una mezcla de vergüenza ajena, euforia y excitación, que abrió un nuevo mundo que aún tardé en racionalizar. No era el momento para romper el silencio. Ella no sabía que yo estaba allí y yo aún no me atrevía a dejarme oír. Pero la veda estaba abierta. Con 18 años, la masturbación está en el aire y allí todos nos masturbábamos.

Vivir solo cambió radicalmente mi nuevo estilo de vida y dió un empujón hacia adelante. No solo me masturbaba indiscriminadamente, sino que también empecé a ordenar mi vida de la manera más hedonista posible.

Romper las pequeñas normas es una de las sensaciones más gratificantes que existen, a la par que liberadoras. Mi nueva situación me permitía tomarme pequeñas libertades que hasta entonces no me estaban permitidas. Una de esas cosas que ahora me podía permitir tiene relación con los horarios de la ducha.

En el hogar familiar, normalmente, existe una ley no escrita que te indica en qué horarios es correcto darse una buena ducha y en cuáles no lo es tanto. Para mí, romper con eso era un pequeño tesoro. No solo me duchaba cuándo más me apetecía, sino que lo hacía todas las veces que quería. Antes de ir a clase, después, a media tarde, antes de salir de fiesta... Sublime.

La ducha es uno de los objetos más sexuales que existen. Y todos podemos disfrutar de él en nuestras casas. Estar bajo el agua caliente produce un efecto, incluso, sedante. Y a mí me maravillaba.

Por supuesto, no me masturbaba cada vez que me ponía duchaba. Hubiera supuesto un desgaste físico imposible. Pero también lo hacía. Quién lo duda.

Por encima de la bañera, la ducha es un objeto imprescindible en todo hogar; pero lo es sobre todo en la casa de un soltero. Ningún sitio más adecuado para relajarse, para no pensar en nada, para vaciar tu mente de todo aquello que no sea edificante. Solo es necesario encender el grifo, desnudarse, dar un paso hacia adelante y sentir el agua caliente caer sobre la piel. Sencillo y valioso. Si un día tengo la suerte de poder comprarme una casa, ésta tendrá ducha en lugar de bañera. No lo dudo.

Pero vayamos a lo que nos interesa. La ducha privada que gozaba no solo tenía propiedades relajantes, sino también excitantes. Viviendo en la residencia universitaria, podía masturbarme cuando me lo pedía el cuerpo y lo hacía, generalmente, en la ducha. El agua caliente que caía sobre mi en ese metro cuadrado puede aprovecharse de infinitas formas. Para ello, adoptaba las más diversas posiciones. El agua puede caer sobre ti si estas de pie, pero también agachado, tumbado boca arriba, tumbado boca abajo, arrodillado… La variedad es infinita y el orgasmo, por supuesto, intenso y libre. Tal vez, las mejores pajas de mi vida.

Conforme pasaba el tiempo me tomé más libertades. Tras el primer episodio con mi vecina, estuve un tiempo avergonzado, procurando hacer el menor ruido posible, de forma que ella no escuchara mis aventuras como yo había escuchado la suya.

Pero el tiempo, la costumbre y el morbo fue cambiandolo todo en mi cabeza. Cada vez me gustaba más la idea de que ella me escuchara y se excitara como yo me excitaba cada vez que ella se duchaba. Mis sesiones eran más largas e intensas cada día, y cada vez hacía menos esfuerzo para no hace ruido. Más bien todo lo contrario. Del silencio total que había acompañado mi sexo en solitario durante toda la vida, pasé a hacer todo el ruido que necesitaba. Nunca demasiado, pero sí el suficiente.

No dudo que más de una vez fue evidente lo que hacía. Moriré con la duda de si ella me escuchó algún día. Y también de si se masturbaba mientras yo jugaba.

Aún hoy recuerdo con nostalgia aquel año inolvidable; y pienso cómo y cuánto hubiera cambiado de existir las posibilidades que existen hoy. En mi cuarto no tenía ordenador, ni televisor, y pocos lugares eran buenos para guardar una revista porno sin que ninguna visita la viera. Internet ya empezaba a causar furor, pero por el momento la única forma que tenía de conectarme era en mi casa (pagando la conexión a precio de llamada local) o en la sala de informática de la propia residencia. Ya había hecho búsquedas eróticas, y me había masturbado con fotos descargadas de Internet, pero lo limitado de su acceso y la escasa intimidad del ordenador familiar había hecho que no fuera aún el entorno prefente.

Por fin me compré una revista. Porno, quiero decir. Aún estaba vivo en mi memoria el Playboy comprado hace años, y necesitaba sexo de verdad, apasionado, explícito. Con el mismo procidimiento de selección y los mismos nervios, me aproximé a un kiosco del campus en el que compré la revista que me dio el kiosquero. Lib. Impresionante. Especialmente interesantes las páginas de publicidad de juguetes sexuales. Nunca hasta entonces había visto con detenimiento el impresionante arsenal de objetos destinados al placer. Años después compré alguno. Ya lo contaré.

Esa revista me dio grandes momentos. Aún así, nunca me agotó por dentro. Las ideas seguían fluyendo y mi santuario pajero aún tenía muchas cosas que darme.

Probé muchas cosas. Por ejemplo, la curiosidad me llevó a ponerme, por primera vez en mi vida, un preservativo. También probé con alternativas al masturbator (ver capítulos anteriores) como los calcetines. En fin, ninguna sensación digna de mencionar.

Solo una. Tal vez, la experiencia verdaderamente memorable de todas. Una de las mejores, si no la mejor, paja de mi vida. Tan intensa que nunca después ha sido igualada. Al menos, así la recuerdo.

Una vez más, los mismos ingredientes. Ducha. Agua caliente sobre mi cuerpo excitado.

Un par de años antes un profesor que nos dio clases de sexología en el instituto se había encargado de desmitificar muchos tabúes que había sobre el sexo; y uno de ellos era el sexo anal, más concretamente el sexo anal masculino. Afirmaba que es completamente natural sentir placer e incluso alcanzar el orgasmo excitando directamente el ano, pues el hombre tiene ahí gran cantidad de terminaciones nerviosas.

Yo ya había probado en alguna ocasión a intentarlo, metiendo un poquito mis dedos. Ningún resultado satisfactorio. Ninguno hasta ese día. No fui consciente en ningún momento. No me obligaba a disfrutar tocando mi culito como otras veces. Simplemente, me dejé llevar.

El Éxtasis. Así, con mayúscula.

Todo empezó más o menos normal. Una hora cualquiera de una tarde-noche cualquiera. Aburrido, cansado, con ganas de desconectar. El agua relajante cayendo sobre mi cuerpo desnudo. Jabón, agua, calor, humedad... Excitación. Placer, placer, más placer... Abstraído, mente en blanco, yo y mi cuerpo, yo y mi sexo.

Agua por aquí, agua por allá. Tumbado en el suelo, sintiendo la extraordinaria sensación del agua caliente en mi piel. Cada vez más caliente. Cada vez más intenso. Mi vecina cerca, tal vez. Los minutos pasaban despacio mientras yo, cada vez más salido, cada vez más excitado, pero libre, sobre todo libre, me masturbaba como si no lo hubiera hecho nunca, como si cada sensación fuera nueva y quisiera retenerla ahí, para siempre.

De pié. Sentado. Tumbado. Ahora frío. Ahora calor. En cuclillas. Más fuerte. Menos fuerte. El chorro fue investigando cada poro de mi cuerpo, cada sensación, como no queriendo dejar nada olvidado, deleitándose con ello. La cabeza. Los brazos. Las piernas. Las manos. El pecho. El glande... Los testículos... En cuclillas, completamente dominado por mi otro yo, las piernas completamente abiertas... Los testículos... La boca del ano... Toda mi sangre, todo mi ser estaba ahí cuando, de repente, la electricidad sacudió mi cuerpo en un orgasmo brutal. Sin necesidad de tocar mi pene, en medio de una convulsión interrumpida por la debilidad repentina volví a enfocar el agua hacia arriba a la vez que un segundo orgasmo me volvía a cruzar de arriba abajo y me provocaba nuevas convulsiones de un placer brutal. Tres veces. Cuatro veces. Sin apenas eyaculación, el orgasmo me venía una y otra vez en una suerte de espiral sin fin.

Todo terminó.

Completamente extenuado, tarde varios minutos en volver a mí y tener las fuerzas necesarias para reincorporarme.

Había sido genial. La mejor experiencia de mi vida.

No está de más informar que mi primer año en la Universidad hice muchas otras cosas, además de masturbarme. Salí mucho de fiesta, bebí mucho alcohol y tengo recuerdos imborrables de todos los amigos que hice en clase y en la residencia de estudiantes.

También estudié mucho, desde luego. No fue mi mejor año en cuanto a calificaciones, pero sí es del que más orgulloso me siento. Salir del instituto y entrar en la Universidad requiere un gran esfuerzo que logré sacar con notable alto.

Aún hoy, los instintos masturbatorios me hacen perder el control de vez en cuando. Quedarme solo en casa con la seguridad de que no vendrá nadie o tener la oportunidad de satisfacer mi curiosidad innata navegando por Internet me obligan, en demasiadas ocasiones, a desantender otros aspectos no más importantes pero sí más confesables.

Aquel año fue, con diferencia, el año en que más horas pude pasar en soledad, sin que nadie me preguntara qué hacía o por qué. Y el "problema" es que un interruptor situado en la parte más inaccesible de mi subsconsciente se activa en esos momentos sin que pueda controlarlo. Me caliento como una perra cuando nadie me vigila. Hoy, mi tiempo libre lo empleo en descargarme vídeos, leer relatos, buscar información, chatear por Internet. Nadie lo sabe salvo yo.

Pero cuando nada de eso existía, mi imaginación se desbordaba. Y para mayor gravedad, mi vecina también pasaba horas sola, estudiando, hablando por teléfono, escuchando música, duchándose...

Hubiera dado todo lo que tenía por tener un agujero en la pared. Mis duchas era numerosas y cuantiosas, las suyas también. Pero una vez fue consciente de que su vecino podía oírla, no se volvió a repetir el gemido del primer día. Lo que no quiere decir que no lo hiciera. Pasé horas en absoluto silencio, con la polla como una barra de acero al rojo vivo escuchando sus movimientos en la ducha, deleitándome con su respiración entrecortada por el caluroso vapor acumulado en nuestro minúsculo cuarto de baño.

Casi cerca del final, cuando ya había perdido toda esperanza, lo volvió a hacer. No estaba sola. No se estaba duchando. No estaba estudiando ni en completo silencio. Aquella noche de principios del verano, su novio la había visitado y dialogaban entre risas sobre su cama.

Casi estaba dormido en la mía cuando me pareció oir un pequeño gemido. Sobre-excitado, me levanté sigiloso para acercarme a la pared. ¿Una nueva falsa alarma, provocada por mi calenturienta mente?

Para nada. Ella y su novio estaban follando, y lo hacían con la intimidad que da la tranquildad de que no hay nadie en casa. Con la diferencia de que yo sí estaba, al otro lado de una delgadísima pared, fascinado por lo que allí ocurría, absolutamente descompuesto, casi taquicárdico, ante lo que iba a ser mi primera experiencia de primera mano con el mundo del sexo real. Un polvo de verdad. No mío, pero casi. Sin guión. Sin iluminación artificial. Sin actrices despampanantes.

Su orgasmo y el de su pareja fueron épicos. Desnudos, tras pasar casi media hora gimiendo, gritando, un tercer orgasmo tuvo lugar del otro lado de la pared. Silencioso mientras me corría, mi compañera se metió en el baño para limpiarse el coño. "Me lo has dejado lleeno de babas, cariño". Absolutamente indescriptible.

Mi primer año en la Universidad fue, como habreis podido comprobar, inolvidable. La vida del estudiante se había apoderado de mí en el sentido más hedonista de la palabra y, fiesta tras fiesta, el curso había llegado a su fin.

Los costes de vivir en una Residencia son muy altos y los años en la Universidad, numerosos. Motivos más que suficientes para que tuviera que tomar una decisión de la que tampoco me arrepentí: buscar un piso compartido.

La vida en un piso de estudiantes es diferente en varios sentidos. En primer lugar, siempre hay jaleo. En segundo lugar, los momentos de intimidad son muy escasos e insuficientes, por no decir casi inexistentes.

Mis tiempos de anarquía y autogestión onanista habían llegado a su fin, y se impuso una reducción forzada del número de actos, así como una limitación sustancial en los horarios de los mismos. Tuve que sustituir cantidad por calidad. Lo hice bien.

Básicamente, solo podía hacerlo en dos momentos: de noche con todo el mundo en la cama (lo cual sucedía demasiado tarde) o con la casa vacía y sin perspectivas de que nadie apareciera por sorpresa.

Esta última posibilidad no era complicada pues, en aquella época, mis compañeros de piso solían marcharse a sus pueblos casi todos los fines de semana. Si bien la perspectiva de pasar solo y aburrido los mejores días de la semana provocó que yo hiciera, en demasiadas ocasiones, el mismo viaje de vuelta al hogar familiar, he de decir que mis extraordinarias necesidades fisiológicas no se redujeron y me obligaron a aprevechar de vez en cuando la atractiva perpectiva de disfrutar de ¡dos días! de completa soledad.

Raramente los pasaba completamente solo. Lo normal es que quedara con los amigos para salir de noche. Soy pajero, no autista. Pero el resto os lo podeis imaginar. En mi línea.

No obstante, lo que ahora os voy a relatar no tuvo ocasión en uno de esos lujuriosos fines de semana, sino al finalizar uno de ellos.

Un domingo cualquiera, al llegar de pasar el fin de semana en casa de mis padres, me encontré el piso vacío, sin nadie. Esperé y esperé hasta que lo tardío de la hora me hizo perder la esperanza de tomar una cerveza en compañía. Todos mis compañeros habían retrasado su vuelta al lunes por la mañana.

Fue entonces cuando mi mente pergeñó un plan: me metería desnudo en la cama e intentaría masturbarme muy tranquilo, tratando de disfrutar el mayor tiempo posible. Lo que nunca planée fue que aquello fuera a durar tanto.

Como sabeis, nunca he tenido ni escrúpulos ni vergüenza por hacerle cosas a mi cuerpo. Todo lo que da placer está ahí para dar placer, y hay que aprovecharlo.

Me metí desnudo en la cama y empecé a frotarme de la manera tradicional, pajeándome con la mano, frotándome contra las sábanas, contra el colchón, en las más diversas posiciones. Para que no me sobreviniera el orgasmo y para aguantar el mayor tiempo posible hacía pequeñas paradas, gracias a las cuales reducía un poco mi excitación (por lo que prolongaba el tiempo hasta el orgasmo) y, además, daba un poco de descanso a mi polla.

Sé por experiencia que cuando llevo mucho tiempo pajeándome empieza a dolerme de estar tanto tiempo excitada. También sé por experiencia que, si antes de irme a la cama me he empezado a masturbar, no concilio el sueño hasta haber terminado. Todo se unió hasta perder el control de la situación.

Tras un rato jugando con las manos, empecé a jugar con la almohada, al tradicional estilo de tumbarme sobre ella y masturbarme a base de movimiento pélvicos. De la mano al cochón, del colchón a las sábanas y de las sábanas a la almohada, todo ello regulado con paradas de descanso "estratégicas" y tranquilidad, mucha tranquilidad, llegué a estar masturbándome en la cama nada más y nada menos que hora y media o dos horas

Pero la sobre-excitación no terminaba. La cama terminó por quedarse pequeña, de manera que me levanté y empecé a pasearme desnudo por la casa. De esta manera, a todo lo anterior uní pequeños paseos nocturnos por todas las habitaciones del piso, visitas a la terraza, los sofás y la programación de televisión, que a esas horas emiten erotismo duro si no porno.

Y así, de cama al salón, y del salón a la cama pasé otra hora larga. Incluso tenía que aplicar agua fría de vez en cuando a mi polla para reducir un poco el calentón. Después de tanto frotamiento ya la tenía un poco escocida.

Nunca me plantée correrme. En aquellos momentos lo único que me pedía el cuerpo era precisamente jugar y disfrutar durante el máximo tiempo posible, de la manera más placentera que encontrara.

A todo esto y después de tanto rato todo eso se me quedé pequeño. Me metí en la ducha y allí me pajée otro rato hasta que decidí salir. Y necesitado de alcanzar un placer como el de aquel día en la ducha de la residencia, busqué algo para masturbarme analmente. Al principio metí sólo un dedo, después poco a poco más hasta que me cupo el juguete entero. Y metiendo y sacando me estuve hasta que me aburrí de ello.

Cómo terminó todo no lo sé. Hoy día sólo puedo decir que después de 4 ó 5 horas masturbándome lo había alargado todo tanto y había disfrutado de tal manera que ya no me apetecía correrme. Era imposible tener un orgasmo la mitad de placentero que lo que había sentido hasta entonces.

Me dormí pronto y al día siguiente fui a clase a las 8.30, después de dormir no más de dos o tres horas.

Los pajeros de la vieja escuela como yo tenemos un amplio bagaje de autosuficiencia. Hasta hace poco, el sexo y el porno no estaba al sencillo alcance de un ratón como ahora. La imaginación jugaba un papel importante, y también la inteligencia o la astucia a la hora de pergeñar el acceso a ella.

Internet empezó a convertirse en mi principal fuente de placer en las vacaciones que siguieron a mi segundo año en la Universidad. Lo cual coincidió con mi época de mayor fertilidad, masturbatoriamente hablando. En el calor de mi vigésimo verano sobre el planeta protagonicé mis mayores proezas. Horas y horas de placer, litros y litros de sudor, semen para preñar a un regimiento.

Debido a un trabajo en prácticas que me obligaba a no salir de vacaciones con mis padres, mi casa se quedaba por primera sola para mí, durante más de tres semanas. Tiempo que no tardé en aprovechar. Y no leyendo a Platón, precisamente.

Mis primeras incursiones en Internet, protagonizadas años antes, no iban más allá que la búsqueda de fotos que saciaran mi curiosidad sobre el sexo explícito y el cuerpo íntimo de la mujer. Recuerdo la foto de una playmate que, impresa a color, llevaba siempre escondida en mi carpeta al instituto. Pero mi curiosidad iba ahora mucho más allá. Y los chats empezaron a interesarme.

Al principio, entraba con cierta vergüenza. No obstante, aún mantengo ¡una! chica agregada al MSN de aquella época. No es atractiva ni me da mucho juego. Pero siempre hablo de sexo con ella.

Aquel verano busqué mucha información, leí muchos relatos, investigué en los sex-shops online y hablé bastante de sexo con muchas chicas. Pasé días enteros completamente desnudo delante del ordenador, con la polla tiesa todo el tiempo, investigando y descubriendo cosas nuevas.

También organicé fiestas, claro está, si bien con cierto cuidado, pues en lo profundo de mi ser tenía la sensación de que mis invitados recibirían las vibraciones que mi permanente bacanal había dejado en el lugar. Olor a sudor, ambiente cerrado, calor... No podía evitarlo, era entrar en el hogar y sentirme incapaz de hacer nada que no fuera provocarme placer.

El año siguiente pusimos Internet también en mi piso de estudiantes. Mi perdición total.

Mi tercer año en la Universidad (y segundo en un piso de estudiantes) fue, probablemente, uno de los que mejor sabor dejó en mis labios y recuerdo en mi pene. Respecto al año anterior, muy pocas cosas habían cambiado. Seguíamos viviendo en el mismo piso y mis compañeros eran prácticamente los mismos. La experiencia de un año de convivencia habían enriquecido nuestra amistad, desde entonces ya inquebrantable.

Atraídos por una oferta que la empresa de cable de nuestra ciudad había hecho a los jóvenes estudiantes, decidimos incorporar dos mejoras que resultaron decisivas. Una, la llegada de la televisión temática. Y dos, la llegada de Internet.

El porno, hasta entonces solo disponible en la programación nocturna de la televisión local, empezó a fluir por nuestros PC, facilitando el acceso al mismo durante las 24 horas del día, e incrementando nuestra experiencia y cinefilia.

Pero además, el acceso a los chats se empezó a hacer habitual, unas veces en grupo, otras en privado. Poco a poco empecé a hacerme un experto en el género.

Mi experiencia con el cibersexo es importante. No así el nivel de mi éxito. Si bien es verdad que he hablado mucho, aprendido más y disfrutado bastante.

En realidad, mi práctica habitual no es la del cibersexo propiamente dicho. No me llama la atención describir un acto sexual imaginario a la vez que me masturbo. Mi interés va mucho más allá. Me gusta llegar al fondo de la cuestión, conocer a la persona con la que hablo desde el punto de vista más íntimo, más profundo. Llegar a conocer detalles que de otra manera nunca conocería. Hablar de cosas de las que nunca hablaría. Me gusta conocer la experiencia, las reflexiones, los gustos de la persona con la que hablo. Me gusta que abrir lo más profundo del ser de las personas. Sus fantasías, sus secretos más inconfesables. Su primera vez. Su última vez. Sus juguetes favoritos.

Pero la máxima expresión de todo esto llegó más adelante. Aquel año pasará a la historia por ser el de las "pajas interactivas".

Un día, durante un largo viaje, se cruzó por mi mente una idea genial. En mi casa tenía una pequeña cámara de vídeo que apenas utilizaba. ¿Y si enchufara la cámara al ordenador y la utilizara en el chat? Miles de morbosas ideas empezaron a inundar mi mente. Pero para ello, necesitaba un adaptador para enchufar la cámara. Dicho y hecho. Unos días después compré el adaptador, probé a enchufar la cámara y ¡bingo!.

Mi idea original era digna de Premio Nobel. En una época en que empezaban a aparecer al mercado las primeras webcams, yo tenía un ingenio casero con el que divertirme, pasando completamente desapercibido por el resto de mis compañeros. La idea era la del intercambio. Yo mostraría mi tremenda verga por la cam, así como todo mi cuerpo desnudo, y a cambio la otra persona me acompañana en el acto sexual. Incluso cabía la posibilidad de que la otra persona encendiera su cam y lo hiciera conmigo.

La primera vez que conecté la cámara sería por estas mismas fechas de hace unos 6 años. Aunque aquella Semana Santa yo tenía que trabajar, solo lo hacía durante 4 días. Todos los demás los tenía libres. Mis compañeros, por supuesto, lejos de casa y sin posibilidad de visitas inesperadas.

La primera chica a la que mostré mi cuerpo desnudo me hizo albergar grandes esperanzas. Se hacía llamar Vicky y era de Madrid, aunque estaba de vacaciones en Alicante. Me decía que en Madrid tenía cámara y que en cuanto llegara me enseñaría su cuerpo y se masturbaría para mí como yo lo iba a hacer para ella. Me masturbé para ella un día, después otro, después otro y cuando se suponía que ella me iba a devolver el favor (como ella misma repitió varias veces, me lo merecía) ya no volví a saber más de ella. Lástima.

De la noche a la mañana, mis pajas tomaron una nueva dimensión. Era lo que yo llamé "pajas interactivas". Acostumbrado a hacerlo en la más tremanda soledad, la compañía y la interactividad de una maravillada desconocida me daba sensaciones grandiosas. Me convertí en un auténtico exhibicionista de la Red. Con la vergüenza completamente perdida, enseñé mi acto a decenas de chicas. Y hacía todo lo que ellas me pedían.

Al principio lo hacía sólo cuando no había nadie en casa. Es decir, puentes, vacaciones o fines de semana. Pero en mi máxima perversión, ya lo hacía por la noche cuando todos dormían, no podía evitarlo. Era una fuerza que me llevaba a hacerlo y que no podía impedir. Es como si hacerme una paja normal no me llamara ya la atención. Era adicto a las pajas interactivas.

Por supuesto, aprendí muchas cosas. Pero más allá que del tema sexual, aprendí mucha psicología humana. La más negativa, que hay mucha gente mala por Internet.

También aprendí que en el mundo de Internet hay muchos chicos que toman la iniciativa. Y muy pocas chicas. Por no decir ninguna. Una representación real de los roles de la sociedad. Eso sí, una vez encuentras una chica dispuesta a abrirse y a seguir tu juego, al diversión es enorme.

Tras catorce años buscando el nirvana de la masturbación, aún me encuentro lejos, muy lejos de él. Año a año me he encontrado con necesidades nuevas, diferentes, imposibles de saciar. La ausencia de necesidades de otro tipo (sexualmente me encuentro satisfecho) tal vez ha reducido la intensidad y la frecuencia de los actos. Pero lejos de desaparecer de mi vida, aparecen nuevos retos que difíciles de superar. No puedo evitarlo. Es superior a mi ser. Años después, sigo sintiendo mi libido por las nubes cada vez que me encuentro solo en casa. Mi curiosidad me puede e Internet consigue calmarme pero no saciarme.

Las técnicas del pasado pasaron a la historia. El morbo está en mi disco duro, en los chats y en las páginas de descarga. Casi todos mis actos son de pié y delante de una pantalla. Vídeos, relatos, imágenes y charlas.

Como en los viejos tiempos, por si un día la necesidad aprieta, el papel higiénico sigue escondido en mi armario. Sentado delante de la pantalla, busco en mis enlaces o en las carpetas ocultas en algún lugar que solo yo conozco. Los pocos sitios web que no son de pago son la fuente de gran parte de mi placer. Estancado tal vez, quizá por la falta de intimidad, las visitas inesperadas y el sexo de pareja en mis fines de semana. La ropa desaparece pausadamente mientras me despido y cierro la puerta con pestillo poco antes de irme a la cama. De pié, papel en mano, ejercitando los músculos de mis piernas que se estiran y se contraen mientras mi mano masajea de forma más o menos regular las zonas erógenas de mi trabajado pene. Mirada fija en la pantalla, ojo avizor a interferencias externas, concentración máxima. A poco de alcanzar el orgasmo, papel en mano para evitar manchas primero y papel al cajón o al retrete después.

En los últimos tiempos también he experimentado y sacado buen provecho de numerosos objetos creados para el sexo y la masturbación. Comprados secretamente y escondidos por poco tiempo en lugares recónditos de mi cuarto. Mi máxima privacidad masturbatoria es desconocida hasta para los que están más cercanos, incluso sexualmente hablando. He probado las bolitas chinas, los lubricantes, algunos tipos de vibradores... Aún me queda mucho por probar. Tengo 27 años y la masturbación sigue siendo mi afición favorita.

Hay cosas en la vida que, por mucho que las hagas, nunca quedas satisfecho. El sexo es una de ellas y, dentro del sexo, la masturbación. Probablemente muchos de mis lectores y lectoras lo hayan hecho con mayor frecuencia de lo que lo he hecho yo. Seguro que muchos han disfrutado el doble. Pero el placer que yo he recibido, durante todos estos años, no tiene precio.

La realidad es que todavía no he logrado sentirme satisfecho. A una buena sesión puede que le siga otra no tan buena, pero la siguiente seguro que supera a la anterior. Es un ansia retroalimentado, permanentemente insatisfecho, que se hace y se rehace en continua ascensión.

Me encanta el sexo. Me encanta la masturbación.

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