Actualmente ya soy adulto, con
una vida sexual placentera, pero no siempre fue así, por lo que hoy quiero
contarles como fue mi primera vez, pero no con una mujer sino mi descubrimiento
al sexo y a los placeres sexuales. Me inscribieron en una escuela primaria
adaptada en un viejo cuartel militar a las orillas de la ciudad y cuya
característica principal era que asistían a ella adolescentes de hasta 15 o 16
años. Yo provenía de una escuelita particular y me llamaba la atención que la
mayoría de mis compañeros fueran mayores que el promedio de los que cursan el
sexto año. Recuerdo que mis compañeros mayores solían reunirse en un salón de
clase desocupado cuando no estaba el maestro o estaba en junta, y gustaban de
mostrar sus vergas y acariciarlas hasta que alcanzaban toda su extensión. Jugaban
a apostar quien eyacularía más lejos o quien lo haría de forma más abundante.
Justo es decir que después de la breve fricción de sus miembros, al final a
todos les corrían ríos de leche que estrellaban contra las bancas o la pared
(yo nunca había visto eyacular a nadie) y no puedo negar que me excitaba verlos
explotar de esa manera y por supuesto que yo también tenía erecciones, pero
cómo atreverme a sacar mi verguita ante esos tremendos ejemplares, tan
distantes de mi aún poco desarrollada verguita. Desde que los observé por
primera vez, aunque no fuera la única me calentaba enormemente recordar como
hacían crecer sus vergas, con sus capullos rojos y a punto de estallar. Yo
miraba mi pene y soñaba con verlo en todo su esplendor y explotando como ellos
lo hacían. A partir de entonces comencé a pensar mucha más obsesivamente en el
sexo y en masturbarme tempranamente. Me miraba mi pene todo los días y me
hubiera gustado apresurar su crecimiento y asemejarme a esas enormes vergas que
había yo visto, pues aunque siempre la he tenido gruesa, en ese momento no
podía yo competir con ninguno de ellos. Desde aquellos momentos en los que los
ví como se masturbaban, me obsesioné con hacérmela y ver correr los chorros de
leche por mi pene, cosa que no podía ser en ese momento porque hasta mi
prepucio permanecía pegado al glande, lo cual se traducía en dolor cuando se
ponía erecto.
Ya para ese entonces mi verga
permanecía empalmada en todo momento, cuando jugaba fútbol, cuando me bañaba,
antes de dormirme. Y cuando esto sucedía, imitando a mis compañeros me la
frotaba sin tanto vigor, pero cada vez más rápidamente obtenía respuesta.
Aprendí a detenerme cuando sentí que venía la eyaculación inminente,
acariciándolo con suavidad una y otra vez. Sin embargo, a pesar de sucesivos
intentos no sabía hasta donde debía llegar o como realmente era un orgasmo o
una eyaculación. Y es que cuando me frotaba la verga, sin terminar, me
escurrían, ya no unas gotas de un líquido transparente, sino unos verdaderos
chorros propiamente, o dicho de otra manera andaba yo babeando todo el tiempo y
almidonando mis calzones o las sábanas. Un día que me estaba bañando, y
acariciándome bien rico, sentí una sensación diferente, como una electricidad
suave que me corría, ya no en el pene sino en mis piernas, espalda y un
adormecimiento combinado con pequeños escalofríos en todo el cuerpo. Además
mientras más me acariciaba subiendo y bajando el prepucio dicha sensación iba
subiendo de tono, hasta volverse casi insoportable, como si fuera yo a
estallar. Cómo yo no sabía que iba a pasar, sentí miedo y me acordé de la
catequista que decía que esos tocamientos lo podían a uno volver loco, por lo
que no me atreví a terminar. Para entonces el sexo y la excitación invadían mi
vida y mis momentos libres. Recuerdo que un día regresando de jugar en el
parque, el simple roce del pantalón al caminar me produjeron un cosquilleo bien
cachondo similar al de la ocasión en que me masturbaba, la cual mientras más
rozaban mis genitales al caminar, incrementaba esa sensación que se distribuía
en todo mi cuerpo y que sin duda era el anuncio de la inminente eyaculación. Me
excitaba a todas horas, en la escuela, en la calle, en mi casa. Mis vecinas que
antes no me llamaban la atención ahora me hacían permanecer tras la ventana lo
cual al excitarme me remitía invariablemente a acariciar mi verga y a sentir
esos toquecitos eléctricos y sensaciones bien lindas. Una de mis tías que vivía
cerca de mi casa y cuyo hijo iba en el mismo grupo en la escuela, poseedora de
unas piernas lindas y bien torneadas, solía caminar rumbo a la tienda que
estaba enfrente y yo la desnudaba con mi vista y casi imaginaba sus hermosas
piernas y su trasero no menos bello, descansar sobre mi pene ansioso de
penetrarla. También había una vecina que acostumbraba visitar a su abuelita
durante las vacaciones, solía caminar “partiendo plaza”, con un vestido corto y
ligero que se adhería a su cuerpo y que dejaba ver una figura esbelta y bien
cachonda, me provocaba erecciones fuertes y ya la imaginaba yo dibujándola con
mis dedos por debajo del vestido y penetrándola toda, no sin antes darle una
buena cachondeada. Por supuesto todas esas tentaciones me hacían terminar
finalmente en una rica masturbada. Ya para entonces el problema de la fimosis
(prepucio pegado a la cabeza) ya se había resuelto cuando un buen día lo despegué
por mi cuenta, provocándome un intenso dolor y un pequeño sangrado, por lo
tanto continué con mi intento de terminar de masturbarme, pero la sensación era
tan intensa que sentía que no iba a poder aguantar tanto placer. Comencé por
coleccionar periódicos y revistas con mujeres semidesnudas o en bikini que me
excitaban terriblemente y un poco después compré de segunda mano revistas como
“caballero”, “yo” y el mismo Playboy cuyas modelos comenzaron a ser la promesa
de sendas masturbaciones. Las cuales imaginaba yo disparando chorros de leche
sobre sus tetas enormes o sobre cuerpos perfectos. Por fin un día por la noche
cuando me bañaba, teniendo a mi lado recortes de revistas de mujeres
impresionantemente bellas que me calentaban a mil, comencé a enjabonarme
subiendo y bajando el prepucio como otras veces, pero esta vez, ya no fue
posible aguantarme y en una de esas frotadas sobre mi pene, sentí como si
ascendiera al cielo, como que flotaba y al mismo tiempo que se me erizaba la
piel de mi espalda y brazos, acompañado de un leve escalofrío en mis glúteos.
Además en ligero temblor en todo el cuerpo y una sensación indescriptible,
mitad cosquilleo y mitad adormecimiento que fue creciendo lentamente hasta
explotar en una sensación nunca antes sentida de placer en mi pene que provocó
la salida retenida de chorros de un líquido gris blanquecino, con pequeños
grumos gelatinosos que seguramente no han de haber sido semen porque a los diez
u once años aún creo que se produzcan, pero igualmente inundaron la tina,
confundidos con mi inocencia perdida. Con esa explosión me sobrevino una
liberación y una calma que hizo que todo se pusiera en paz, aunque no por mucho
tiempo porque al día siguiente lo volví a hacer y de ahí en adelante. Desde
entonces me volví un chaquetero (así decimos en mi país) adicto. Me hacía
chaquetas todos los días y a toda hora. Sólo buscaba un pretexto para estar
sólo y ya sea en el baño o en mi cama me la hacía una tras otra (a veces tres
seguidas eyaculando sin parar) y aún así no me sentía satisfecho). Me las hice
con un bistec, con un plátano perforado, y con todas las formas posibles. En
una ocasión hubo un incendio en la madrugada y todos los vecinos y la familia
despertaron y yo medio somnoliento ví entre la penumbra el cuerpo de mi hermana
que había salido de su cuarto espantada. Justo es decir que poseía unas piernas
muy hermosas y bien torneadas, una cintura esbelta y unas nalguitas de concurso
bien redondeaditas, yo nunca la había visto desnuda pero sabía que se había
puesto muy atractiva y en esta ocasión estaba ante mi sin más ropa que un fondo
que translucía por su transparencia una diminuta pantaleta que la hacía ver muy
hermosa, lo cual me excitó mucho, por lo que sólo esperé a que cesara el
barullo para masturbarme un par de veces en su honor. Desde entonces mi
adicción por la paja nunca terminó aún después de tener sexo con mujeres, con
las cuales también era yo insaciable.
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